El fascinante viaje que hice desde Boston a la Ciudad de México (CDMX) duró cuatro horas y media. Me sorprendió que uno pueda despertarse en su propia cama y ser transportado a un mundo completamente nuevo para la hora de la cena.
A pesar de la ligera falta de aliento que experimenté ese primer día como resultado de la impresionante altitud de la ciudad, inmediatamente me sentí como en casa en nuestra comunidad local de la Parroquia Emperatriz. Aunque impregnada de los sabores distintivos de la región, la esencia de nuestro carisma común de la Asunción era palpable, lo que me permitió una transición rápida y sin problemas.
Qué alegría fue experimentar de primera mano la encarnación de la intención del Padre d'Alzon de que, como Asuncionistas, seamos “simplemente católicos, pero tan católicos cómo es posible ser,” en toda su diversidad unificada. Después de pasar una semana en CDMX, fui transportado a nuestra nueva comunidad en la Parroquia de Santiago Apóstol en Tlilapan, Veracruz.
Poco después de mi llegada, el alcance de la misión se hizo cada vez más claro cuando acompañé al Padre Oswaldo a cinco capillas remotas donde celebró misa para los fieles lejanos. ¡Fue muy alentador ver a estas comunidades remotas de la Madre Iglesia tan vibrantes y prósperas! Parecía evidente que la Misa no era simplemente una tarea cristiana relegada a la periferia de las vidas de las personas, sino que era el centro mismo en torno al cual giraban sus vidas.
Hacia el final de nuestro tiempo en Veracruz, Daniele y yo nos unimos a más de 60 jóvenes misioneros, una tarea apostólica de dos semanas cuyo objetivo principal fue la extensión del Reino de Dios, en particular entre los pobres. Fue en tales esfuerzos que nuestra contemplación y acción estuvieron unidas, dando cumplimiento al mandato de San Pablo de que seamos “siervos los unos de los otros por amor.”
Estamos llamados no sólo a reconocer las alegrías y los sufrimientos de nuestros vecinos, sino también compartirlos como si fueran nuestros, con la disposición de ser evangelizados en el proceso. De la misma manera que somos llamados a “discernir el Cuerpo” al recibir la Sagrada Eucaristía, también deberíamos ser muy conscientes de Cristo presente en nuestro prójimo.
El cielo no es simplemente un lugar al que esperamos llegar algún día. Por el contrario, estamos destinados a vivir la vida del cielo aquí y ahora, para hacer que el Reino de Dios influya en todo lo que hacemos y decimos. Durante mi tiempo en México, lejos de las rutinas y obligaciones de mi vida “regular,” fue más fácil estar “en llamas” por Dios.
El desafío, supongo, fue permitir que esta experiencia cubriese e impregnara mi vida diaria; descender la montaña siguiendo la Transfiguración y ser transformado fundamentalmente. Al igual que los apóstoles en el monte, hay un deseo demasiado humano de “hacer cobertizos” con la esperanza de enmarcar y preservar estos momentos de mayor conciencia. Sin embargo, estamos constantemente inundados con la gloria de Dios.
Nos corresponde a nosotros desarrollar nuestros sentidos espirituales para que podamos percibir fácilmente su presencia en medio de nosotros mientras avanzamos hacia él poco a poco, escalando las alturas de la virtud asuncionista.
Hno Brian Verzella, a.a.
Discerning the body The flight to Mexico City from Boston is a short four and a half hours. Despite all of our modern marvels, somehow it still astounds me that one can wake up in his own bed and be transported to a whole new world by dinnertime. Despite the slight shortness of breath I experienced on that first day as a result of the city’s impressive altitude, I immediately felt at home in our community at Parroquia Emperatriz. Though suffused with the distinct flavors of the region, the essence of our common Assumption charism was palpable, enabling a quick and seamless transition. What a joy it is to experience firsthand the embodiment of Father d’Alzon’s intention that, as Assumptionists, we be “simply catholic, but as Catholic as it is possible to be,” in all of its unified diversity. Having spent a week in CDMX, I was ferried to our fledgling community at Parroquia de Santiago Apóstol in T’lilapan, Veracruz, passing along the way the imposing Pico de Orizaba, which makes even the most imposing mountains of New England appear rather tame. Shortly after my arrival, the scope of the mission became increasingly clear as I accompanied Father Oswaldo to five remote chapels (one-third of the total in our care) where he celebrated Mass for the far-flung faithful. It was very encouraging to see these remote outposts of Mother Church so vibrant and thriving! It seemed evident that the Mass was not simply a mundane task relegated to the periphery of the peoples’ lives, but was the very center around which their lives revolved. In addition to teaching English classes in nearby Jalapilla, one of the duties allotted to Brother Daniele – my traveling companion and confrère – and I, was the daily [Celebración de la Palabra]. While this seemed a rather daunting obligation at first, especially given my limited grasp of the language, I quickly grew very fond of this solemn assignment and of the community that I was honored to serve at Capilla de San José. Towards the end of our time in Veracruz, Daniele and I joined 60 volunteers in la misión Asuncionista, a two-week [campaign] whose [objetivo fundamental es la extension del Reino de Dios,] in particular among the poor. It is in such endeavors that our contemplation and action are united, giving flesh to Saint Paul’s mandate that we be “servants of one another through love.” We are called not simply to recognize the joys and sufferings of our neighbor, but to enter into and share them as if they were our own, with a readiness to be evangelized in the process. Just as we are urged to “discern the Body” when receiving the Holy Eucharist, so too should we be keenly aware of Christ present in our neighbor. Heaven is not simply a place we hope to get to one day. Rather, we are meant to live the life of heaven here and now, to bring God’s Kingdom to bear on all we do and say. During my time in Mexico, far removed from the routines and obligations of my “regular” life, it was admittedly easier to be “on fire” for God. The challenge, I suppose, is to allow this summit experience to permeate my daily life; to descend the mountain following the Transfiguration and be fundamentally transformed. Like the apostles on the mount, there is an all-too-human desire to “erect tents” in the hopes of framing and preserving these moments of heightened awareness. However, we are constantly inundated with God’s glory. It is for us to develop our spiritual senses that we may readily perceive His presence in our midst as we advance toward him by degrees, scaling the heights of virtue. Hno Brian Verzella, a.a.
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